martes, 19 de mayo de 2009

Una noche inesperada

José Gil

“Mi enamorado me maltrata...” Mel ya no daba más, la mezcla de cerveza, vino y ron la habían desvanecido y ahí se encontraba: boca abajo, en la mesa del Havana, vomitando. La escena confirmaba que el objetivo de Toño y Manuel se había esfumado, se evaporó como la espuma de las seis cervezas que bebieron desde temprano.

Fue un típico sábado, un fin de semana de esos en que se busca hacer algo para matar la noche. Y ahí estaban los dos: deseosos de sentir placer y diversión. Siete de la noche, las impecables ruedas del ‘ranamóvil’ recorrían las polvorientas, oscuras y peligrosas calles del asentamiento humano El Satélite, en busca de Mel y Stef. Horas antes, Toño y Manuel se habían extraviado dando vueltas en aquella boca del lobo, pero la arrechura pudo más y el ‘ranamóvil’ siguió su rumbo. Las agraciadas muchachas que parecían dos geishas venidas del Japón se calentarían con licor. Además, ellas sabían en lo que se estaban metiendo; todo hacía indicar que buscaban libertad para ahogar sus penas.

“Puta mare, que hacemos ‘on, ¿Y ahora tu amiga?”, dijo Manuel, “vamos a bailar”, contestó Toño… Hola chicas, cómo están. Bien. Hola, hola. Ok, vámonos al sur pues, Manuel… Rum, rum, rum, rum… ¡Salud! ¡Salud! Chin chin...

Mira que bonita tiene
la chinita los ojitos
cuando me hace una guiñada
yo me tengo que poner rojito.
Tú me tienes hechizado
con ese cuerpito lindo
yo daría toda mi vida nena
porque te quedes conmigo…

Entre risas, conversaciones triviales y buena música, Toño, Manuel, Mel y Stef ya se habían tomado seis cervezas, un vino y se aprestaban a terminar la mitad de una botella de ron. “Acá lo hacemos ‘on, con está última ronda fácil que caen estas nenas”. ¿Tú crees?... ¡Claro, tío!, retrucó Manuel.

“Ay, hip, hip”. ¡Cuidado! ¡Qué pasa! Es que mi hermana no toma, no sale a fiestas. ¡Qué pasa! Ya está mareada. La cabeza de Mel empezaba a darle vueltas y su cuerpo se tambaleaba afuera de una taberna sureña. Los planes de Toño y Manuel empezaban a venirse por la borda...

Si la llevamos a bailar un rato y dejamos este ron a medio terminar, a lo mejor le pasa, y puede ser que bailando le propongamos a Mel y Stef ir a un lugar más privado para terminar la noche, porque aún es temprado... ¡Carajo!, no puede ser que todo se venga abajo. Mel está rica. Bueno, las dos están ricas; me puedo agarrar a Stef pero no va abandonar a su hermana en ese estado; tengo que decidir... ¡Ya!, Toño, chicas, vayamos al Havana. ¡Vamos!, ¡sí!, ¡vamos!..

El antro de perdición se encontraba en el orgasmo de la diversión: muchachas subiéndose a la torre, borrachas y extasiadas; hombres apretando a sus mujeres por la cintura y las caderas, en una repleta pista de baile donde el sudor con olor a alcohol y el humo de los cigarrillos era lo único que se respiraba. Todos se meneaban al compás de reggaetón...

Manuel bailaba con Stef, porque no quería comprometerse mucho con la otra hermana. Total, la idea era pasarla bien sea con quien sea y donde sea. Toño se metió un par de dancings con Mel, hasta que una revolución en su estómago llevó a la chica directo al baño. Al cabo de casi una hora, salió pálida y con ganas de beber solo agua y sentarse un rato.

Manuel seguía en el vacilón: afanando, metiendo letra, todo un Charly. Mel, melosa ella, se abalanzaba a Toño, le tocaba los cabellos, lo abrazaba -tal vez pudo ser el momento para llevársela al ‘telo’, esa fue su oportunidad, pensó-. Se fue al baño a miccionar y se fajó bien el pantalón. Al regreso, Toño -piña- se encontró con un acontecimiento que quedará como anécdota: Allí estaba Mel, contando en voz alta su infelicidad, para luego terminar rendida sobre la mesa, cual estropajo de cantina.

sábado, 9 de mayo de 2009

Memorias del 31 de mayo

Roberto Carranza

Mientras tomamos el desayuno he puesto el disco de los Rumbaney. La melodía se esparce por la casa, inundando todos los ambientes hasta llegar a la cocina, donde están los viejos.

Corazón por qué la quieres
si con otro te está engañando
en palabras de mujeres
corazón no estés confiando…

Esa canción será del setenta más o menos, ¿no?... No, dice el viejo, es de varios años después del terremoto. A propósito, ya van a ser casi cuarenta años; saca la cuenta. Sí, casi. ¿Te acuerdas de esa vez?... Claro, cómo no me voy a acordar…

El 31 de mayo de 1970, Alejandro Carranza estaba de pie frente a la cama en la que yacía el padrastro de su esposa. El anciano se moría en una vieja cama del hospital del seguro social. El ruido que hacía el enfermo al respirar lo tenía un tanto inquieto. Era una tarde de calma, los rayos del sol se colaban por los grandes ventanales de la habitación y muchos familiares visitaban a sus enfermos. Enfermeras y médicos pasaban continuamente por el corredor con sus albos atuendos. Una tarde como cualquier otra. Pero no sería una tarde más.

En pocos minutos el reloj marcó las cuatro de la tarde, hora en que debía abandonar el hospital y el moribundo enfrentarse con la agonía de la muerte. La enorme botella verde de oxigeno junto a la cama inició un extraño movimiento. Parecía que un ser invisible la movía; la cogió con ambas manos para evitar se desplome, mientras las lunas empezaron a temblar descontroladamente y pedazos de yeso se desprendían del techo. ¡Temblor!, se dijo, ya pasará. Pero no, éste se hizo más intenso. No hubo tiempo para nada, ni siquiera para el enfermo que permanecía en estado agónico.

El movimiento abrupto, descontrolado, incesante de la tierra, no dio tregua ni concesión alguna. Con la agilidad que otorgaban sus veintiocho años, Alejandro saltó por la ventana hacia el jardín. Allí intentó incorporarse, sin lograrlo. A gatas recorrió el jardín, un conocido le pidió ayuda pero lo ignoró y corrió entre el bamboleo infernal de la tierra. A duras penas logró dar unos cuantos pasos. La alta pared que rodeaba al recinto había caído y el polvo dominaba el escenario. Gritos desesperados, vidrios que estallaban y el ruido silencioso del movimiento: Bruuumm, brummm. La gente en el suelo luchando por incorporarse. Buscó una salida y la encontró por la pared venida abajo. En la calle las pistas se habían abierto, las veredas parecían retorcidas por una fuerza descomunal.

Enfiló a la carrera hacia el barrio del 21 de Abril: la familia. Pensó lo peor. En el camino, la gente salía de entre los escombros, las precarias viviendas de adobe no soportaron el movimiento. Había muertos tirados en las calles, heridos pidiendo ayuda. El panorama era desolador y macabro: cuerpos abandonados, desmembrados, yacían en el suelo. Una mujer salió abruptamente de la nada y lo cogió del brazo; mi hija, dijo, señalando el interior de la desplomada vivienda. Su rostro reflejaba desesperación. Logró zafarse de la mujer y continuó corriendo. Mi familia, la vieja, mis hijos, se habrá caído todo, tengo que llegar. Desde lo alto del barrio El Progreso, el 21 de Abril había desaparecido tras una nube inmensa de polvo. Las piernas le temblaban y se sintió desfallecer. La garganta que se le hizo un nudo, tenía la boca llena de polvo y escupió una espesa saliva terrosa.

“Sentí que todo se acababa, que era el fin. Cuando bajaba por el Progreso y miré hacia el frente, no se veía nada. Todo era polvo. Pensé que todos ustedes se habían muerto”, dice Alejandro, mientras baja la mirada como intentando recordar más detalles. Entonces, la vieja toma la posta del relato. “Yo me acuerdo…”

Abajo, en el 21 de Abril, la esposa de Alejandro -María Apaza- y sus cuatro hijos estaban en la casa. El pollito que trajera la abuela el día anterior era motivo de atención por parte de los niños. El ave escapó de la casa por una pequeña rendija en la pared y eso hizo que los niños vayan tras el animal. María abrió la puerta de la sala -generalmente asegurada- y todos salieron a la calle en busca del obsequio de la abuela. El temblor los cogió allí. Mucha gente, al igual que ellos, también hizo lo mismo. Algunas señoras se arrodillaron sobre el suelo, elevando plegarias que se confundieron con el llanto. Angustiada, María preguntó dónde había sido el temblor; un vecino respondió: creo que ha sido aquí en Chimbote, manifestó, señalando hacia el frente: El Progreso está envuelto en una polvareda, las casas caen a lo lejos. Ella quiso ir hacia el descampado con sus hijos, pero cuando se dispuso a cerrar la puerta, notó que en el fondo de la casa el agua brotaba del suelo a borbotones. El caño se habrá quedado abierto, pensó. Cuando se disponía a ingresar, llegó Alejandro y la detuvo. Esa agua es de la tierra, le recriminó. Algunos segundos después se oyó el ruido de una pared que acaba de caer en el interior.

Semanas más tarde se enterarían por la radio de las consecuencias del movimiento telúrico: cien mil muertos. ¿Y la abuela, dónde estaba?, pregunto. Ella tuvo un accidente, arriba en San Pedro. Se rompió una pierna. Tuvo suerte porque la viga que le cayó era como para matarla. Así fue, hijo, concluye el viejo. Ahora anda, ponte otro disco.

El 31 de mayo de 1970 la tierra tembló hasta el infinito con una fuerza tan desmesurada que causó el desprendimiento de un enorme bloque de hielo del nevado Huascarán, originando el alud que arrasó con algunos pueblos de la sierra ancashina, entre ellos Yungay, que acabó sepultado bajo una enorme masa de lodo y piedras. En pocos días se cumplirán 39 años de la desgracia. Es bueno recordarlo.