Mientras tomamos el desayuno he puesto el disco de los Rumbaney. La melodía se esparce por la casa, inundando todos los ambientes hasta llegar a la cocina, donde están los viejos.
Corazón por qué la quieres
si con otro te está engañando
en palabras de mujeres
corazón no estés confiando…
Esa canción será del setenta más o menos, ¿no?... No, dice el viejo, es de varios años después del terremoto. A propósito, ya van a ser casi cuarenta años; saca la cuenta. Sí, casi. ¿Te acuerdas de esa vez?... Claro, cómo no me voy a acordar…
El 31 de mayo de 1970, Alejandro Carranza estaba de pie frente a la cama en la que yacía el padrastro de su esposa. El anciano se moría en una vieja cama del hospital del seguro social. El ruido que hacía el enfermo al respirar lo tenía un tanto inquieto. Era una tarde de calma, los rayos del sol se colaban por los grandes ventanales de la habitación y muchos familiares visitaban a sus enfermos. Enfermeras y médicos pasaban continuamente por el corredor con sus albos atuendos. Una tarde como cualquier otra. Pero no sería una tarde más.
En pocos minutos el reloj marcó las cuatro de la tarde, hora en que debía abandonar el hospital y el moribundo enfrentarse con la agonía de la muerte. La enorme botella verde de oxigeno junto a la cama inició un extraño movimiento. Parecía que un ser invisible la movía; la cogió con ambas manos para evitar se desplome, mientras las lunas empezaron a temblar descontroladamente y pedazos de yeso se desprendían del techo. ¡Temblor!, se dijo, ya pasará. Pero no, éste se hizo más intenso. No hubo tiempo para nada, ni siquiera para el enfermo que permanecía en estado agónico.
El movimiento abrupto, descontrolado, incesante de la tierra, no dio tregua ni concesión alguna. Con la agilidad que otorgaban sus veintiocho años, Alejandro saltó por la ventana hacia el jardín. Allí intentó incorporarse, sin lograrlo. A gatas recorrió el jardín, un conocido le pidió ayuda pero lo ignoró y corrió entre el bamboleo infernal de la tierra. A duras penas logró dar unos cuantos pasos. La alta pared que rodeaba al recinto había caído y el polvo dominaba el escenario. Gritos desesperados, vidrios que estallaban y el ruido silencioso del movimiento: Bruuumm, brummm. La gente en el suelo luchando por incorporarse. Buscó una salida y la encontró por la pared venida abajo. En la calle las pistas se habían abierto, las veredas parecían retorcidas por una fuerza descomunal.
Enfiló a la carrera hacia el barrio del 21 de Abril: la familia. Pensó lo peor. En el camino, la gente salía de entre los escombros, las precarias viviendas de adobe no soportaron el movimiento. Había muertos tirados en las calles, heridos pidiendo ayuda. El panorama era desolador y macabro: cuerpos abandonados, desmembrados, yacían en el suelo. Una mujer salió abruptamente de la nada y lo cogió del brazo; mi hija, dijo, señalando el interior de la desplomada vivienda. Su rostro reflejaba desesperación. Logró zafarse de la mujer y continuó corriendo. Mi familia, la vieja, mis hijos, se habrá caído todo, tengo que llegar. Desde lo alto del barrio El Progreso, el 21 de Abril había desaparecido tras una nube inmensa de polvo. Las piernas le temblaban y se sintió desfallecer. La garganta que se le hizo un nudo, tenía la boca llena de polvo y escupió una espesa saliva terrosa.
“Sentí que todo se acababa, que era el fin. Cuando bajaba por el Progreso y miré hacia el frente, no se veía nada. Todo era polvo. Pensé que todos ustedes se habían muerto”, dice Alejandro, mientras baja la mirada como intentando recordar más detalles. Entonces, la vieja toma la posta del relato. “Yo me acuerdo…”
Abajo, en el 21 de Abril, la esposa de Alejandro -María Apaza- y sus cuatro hijos estaban en la casa. El pollito que trajera la abuela el día anterior era motivo de atención por parte de los niños. El ave escapó de la casa por una pequeña rendija en la pared y eso hizo que los niños vayan tras el animal. María abrió la puerta de la sala -generalmente asegurada- y todos salieron a la calle en busca del obsequio de la abuela. El temblor los cogió allí. Mucha gente, al igual que ellos, también hizo lo mismo. Algunas señoras se arrodillaron sobre el suelo, elevando plegarias que se confundieron con el llanto. Angustiada, María preguntó dónde había sido el temblor; un vecino respondió: creo que ha sido aquí en Chimbote, manifestó, señalando hacia el frente: El Progreso está envuelto en una polvareda, las casas caen a lo lejos. Ella quiso ir hacia el descampado con sus hijos, pero cuando se dispuso a cerrar la puerta, notó que en el fondo de la casa el agua brotaba del suelo a borbotones. El caño se habrá quedado abierto, pensó. Cuando se disponía a ingresar, llegó Alejandro y la detuvo. Esa agua es de la tierra, le recriminó. Algunos segundos después se oyó el ruido de una pared que acaba de caer en el interior.
Semanas más tarde se enterarían por la radio de las consecuencias del movimiento telúrico: cien mil muertos. ¿Y la abuela, dónde estaba?, pregunto. Ella tuvo un accidente, arriba en San Pedro. Se rompió una pierna. Tuvo suerte porque la viga que le cayó era como para matarla. Así fue, hijo, concluye el viejo. Ahora anda, ponte otro disco.
El 31 de mayo de 1970 la tierra tembló hasta el infinito con una fuerza tan desmesurada que causó el desprendimiento de un enorme bloque de hielo del nevado Huascarán, originando el alud que arrasó con algunos pueblos de la sierra ancashina, entre ellos Yungay, que acabó sepultado bajo una enorme masa de lodo y piedras. En pocos días se cumplirán 39 años de la desgracia. Es bueno recordarlo.
Corazón por qué la quieres
si con otro te está engañando
en palabras de mujeres
corazón no estés confiando…
Esa canción será del setenta más o menos, ¿no?... No, dice el viejo, es de varios años después del terremoto. A propósito, ya van a ser casi cuarenta años; saca la cuenta. Sí, casi. ¿Te acuerdas de esa vez?... Claro, cómo no me voy a acordar…
El 31 de mayo de 1970, Alejandro Carranza estaba de pie frente a la cama en la que yacía el padrastro de su esposa. El anciano se moría en una vieja cama del hospital del seguro social. El ruido que hacía el enfermo al respirar lo tenía un tanto inquieto. Era una tarde de calma, los rayos del sol se colaban por los grandes ventanales de la habitación y muchos familiares visitaban a sus enfermos. Enfermeras y médicos pasaban continuamente por el corredor con sus albos atuendos. Una tarde como cualquier otra. Pero no sería una tarde más.
En pocos minutos el reloj marcó las cuatro de la tarde, hora en que debía abandonar el hospital y el moribundo enfrentarse con la agonía de la muerte. La enorme botella verde de oxigeno junto a la cama inició un extraño movimiento. Parecía que un ser invisible la movía; la cogió con ambas manos para evitar se desplome, mientras las lunas empezaron a temblar descontroladamente y pedazos de yeso se desprendían del techo. ¡Temblor!, se dijo, ya pasará. Pero no, éste se hizo más intenso. No hubo tiempo para nada, ni siquiera para el enfermo que permanecía en estado agónico.
El movimiento abrupto, descontrolado, incesante de la tierra, no dio tregua ni concesión alguna. Con la agilidad que otorgaban sus veintiocho años, Alejandro saltó por la ventana hacia el jardín. Allí intentó incorporarse, sin lograrlo. A gatas recorrió el jardín, un conocido le pidió ayuda pero lo ignoró y corrió entre el bamboleo infernal de la tierra. A duras penas logró dar unos cuantos pasos. La alta pared que rodeaba al recinto había caído y el polvo dominaba el escenario. Gritos desesperados, vidrios que estallaban y el ruido silencioso del movimiento: Bruuumm, brummm. La gente en el suelo luchando por incorporarse. Buscó una salida y la encontró por la pared venida abajo. En la calle las pistas se habían abierto, las veredas parecían retorcidas por una fuerza descomunal.
Enfiló a la carrera hacia el barrio del 21 de Abril: la familia. Pensó lo peor. En el camino, la gente salía de entre los escombros, las precarias viviendas de adobe no soportaron el movimiento. Había muertos tirados en las calles, heridos pidiendo ayuda. El panorama era desolador y macabro: cuerpos abandonados, desmembrados, yacían en el suelo. Una mujer salió abruptamente de la nada y lo cogió del brazo; mi hija, dijo, señalando el interior de la desplomada vivienda. Su rostro reflejaba desesperación. Logró zafarse de la mujer y continuó corriendo. Mi familia, la vieja, mis hijos, se habrá caído todo, tengo que llegar. Desde lo alto del barrio El Progreso, el 21 de Abril había desaparecido tras una nube inmensa de polvo. Las piernas le temblaban y se sintió desfallecer. La garganta que se le hizo un nudo, tenía la boca llena de polvo y escupió una espesa saliva terrosa.
“Sentí que todo se acababa, que era el fin. Cuando bajaba por el Progreso y miré hacia el frente, no se veía nada. Todo era polvo. Pensé que todos ustedes se habían muerto”, dice Alejandro, mientras baja la mirada como intentando recordar más detalles. Entonces, la vieja toma la posta del relato. “Yo me acuerdo…”
Abajo, en el 21 de Abril, la esposa de Alejandro -María Apaza- y sus cuatro hijos estaban en la casa. El pollito que trajera la abuela el día anterior era motivo de atención por parte de los niños. El ave escapó de la casa por una pequeña rendija en la pared y eso hizo que los niños vayan tras el animal. María abrió la puerta de la sala -generalmente asegurada- y todos salieron a la calle en busca del obsequio de la abuela. El temblor los cogió allí. Mucha gente, al igual que ellos, también hizo lo mismo. Algunas señoras se arrodillaron sobre el suelo, elevando plegarias que se confundieron con el llanto. Angustiada, María preguntó dónde había sido el temblor; un vecino respondió: creo que ha sido aquí en Chimbote, manifestó, señalando hacia el frente: El Progreso está envuelto en una polvareda, las casas caen a lo lejos. Ella quiso ir hacia el descampado con sus hijos, pero cuando se dispuso a cerrar la puerta, notó que en el fondo de la casa el agua brotaba del suelo a borbotones. El caño se habrá quedado abierto, pensó. Cuando se disponía a ingresar, llegó Alejandro y la detuvo. Esa agua es de la tierra, le recriminó. Algunos segundos después se oyó el ruido de una pared que acaba de caer en el interior.
Semanas más tarde se enterarían por la radio de las consecuencias del movimiento telúrico: cien mil muertos. ¿Y la abuela, dónde estaba?, pregunto. Ella tuvo un accidente, arriba en San Pedro. Se rompió una pierna. Tuvo suerte porque la viga que le cayó era como para matarla. Así fue, hijo, concluye el viejo. Ahora anda, ponte otro disco.
El 31 de mayo de 1970 la tierra tembló hasta el infinito con una fuerza tan desmesurada que causó el desprendimiento de un enorme bloque de hielo del nevado Huascarán, originando el alud que arrasó con algunos pueblos de la sierra ancashina, entre ellos Yungay, que acabó sepultado bajo una enorme masa de lodo y piedras. En pocos días se cumplirán 39 años de la desgracia. Es bueno recordarlo.
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