martes, 19 de mayo de 2009

Una noche inesperada

José Gil

“Mi enamorado me maltrata...” Mel ya no daba más, la mezcla de cerveza, vino y ron la habían desvanecido y ahí se encontraba: boca abajo, en la mesa del Havana, vomitando. La escena confirmaba que el objetivo de Toño y Manuel se había esfumado, se evaporó como la espuma de las seis cervezas que bebieron desde temprano.

Fue un típico sábado, un fin de semana de esos en que se busca hacer algo para matar la noche. Y ahí estaban los dos: deseosos de sentir placer y diversión. Siete de la noche, las impecables ruedas del ‘ranamóvil’ recorrían las polvorientas, oscuras y peligrosas calles del asentamiento humano El Satélite, en busca de Mel y Stef. Horas antes, Toño y Manuel se habían extraviado dando vueltas en aquella boca del lobo, pero la arrechura pudo más y el ‘ranamóvil’ siguió su rumbo. Las agraciadas muchachas que parecían dos geishas venidas del Japón se calentarían con licor. Además, ellas sabían en lo que se estaban metiendo; todo hacía indicar que buscaban libertad para ahogar sus penas.

“Puta mare, que hacemos ‘on, ¿Y ahora tu amiga?”, dijo Manuel, “vamos a bailar”, contestó Toño… Hola chicas, cómo están. Bien. Hola, hola. Ok, vámonos al sur pues, Manuel… Rum, rum, rum, rum… ¡Salud! ¡Salud! Chin chin...

Mira que bonita tiene
la chinita los ojitos
cuando me hace una guiñada
yo me tengo que poner rojito.
Tú me tienes hechizado
con ese cuerpito lindo
yo daría toda mi vida nena
porque te quedes conmigo…

Entre risas, conversaciones triviales y buena música, Toño, Manuel, Mel y Stef ya se habían tomado seis cervezas, un vino y se aprestaban a terminar la mitad de una botella de ron. “Acá lo hacemos ‘on, con está última ronda fácil que caen estas nenas”. ¿Tú crees?... ¡Claro, tío!, retrucó Manuel.

“Ay, hip, hip”. ¡Cuidado! ¡Qué pasa! Es que mi hermana no toma, no sale a fiestas. ¡Qué pasa! Ya está mareada. La cabeza de Mel empezaba a darle vueltas y su cuerpo se tambaleaba afuera de una taberna sureña. Los planes de Toño y Manuel empezaban a venirse por la borda...

Si la llevamos a bailar un rato y dejamos este ron a medio terminar, a lo mejor le pasa, y puede ser que bailando le propongamos a Mel y Stef ir a un lugar más privado para terminar la noche, porque aún es temprado... ¡Carajo!, no puede ser que todo se venga abajo. Mel está rica. Bueno, las dos están ricas; me puedo agarrar a Stef pero no va abandonar a su hermana en ese estado; tengo que decidir... ¡Ya!, Toño, chicas, vayamos al Havana. ¡Vamos!, ¡sí!, ¡vamos!..

El antro de perdición se encontraba en el orgasmo de la diversión: muchachas subiéndose a la torre, borrachas y extasiadas; hombres apretando a sus mujeres por la cintura y las caderas, en una repleta pista de baile donde el sudor con olor a alcohol y el humo de los cigarrillos era lo único que se respiraba. Todos se meneaban al compás de reggaetón...

Manuel bailaba con Stef, porque no quería comprometerse mucho con la otra hermana. Total, la idea era pasarla bien sea con quien sea y donde sea. Toño se metió un par de dancings con Mel, hasta que una revolución en su estómago llevó a la chica directo al baño. Al cabo de casi una hora, salió pálida y con ganas de beber solo agua y sentarse un rato.

Manuel seguía en el vacilón: afanando, metiendo letra, todo un Charly. Mel, melosa ella, se abalanzaba a Toño, le tocaba los cabellos, lo abrazaba -tal vez pudo ser el momento para llevársela al ‘telo’, esa fue su oportunidad, pensó-. Se fue al baño a miccionar y se fajó bien el pantalón. Al regreso, Toño -piña- se encontró con un acontecimiento que quedará como anécdota: Allí estaba Mel, contando en voz alta su infelicidad, para luego terminar rendida sobre la mesa, cual estropajo de cantina.

sábado, 9 de mayo de 2009

Memorias del 31 de mayo

Roberto Carranza

Mientras tomamos el desayuno he puesto el disco de los Rumbaney. La melodía se esparce por la casa, inundando todos los ambientes hasta llegar a la cocina, donde están los viejos.

Corazón por qué la quieres
si con otro te está engañando
en palabras de mujeres
corazón no estés confiando…

Esa canción será del setenta más o menos, ¿no?... No, dice el viejo, es de varios años después del terremoto. A propósito, ya van a ser casi cuarenta años; saca la cuenta. Sí, casi. ¿Te acuerdas de esa vez?... Claro, cómo no me voy a acordar…

El 31 de mayo de 1970, Alejandro Carranza estaba de pie frente a la cama en la que yacía el padrastro de su esposa. El anciano se moría en una vieja cama del hospital del seguro social. El ruido que hacía el enfermo al respirar lo tenía un tanto inquieto. Era una tarde de calma, los rayos del sol se colaban por los grandes ventanales de la habitación y muchos familiares visitaban a sus enfermos. Enfermeras y médicos pasaban continuamente por el corredor con sus albos atuendos. Una tarde como cualquier otra. Pero no sería una tarde más.

En pocos minutos el reloj marcó las cuatro de la tarde, hora en que debía abandonar el hospital y el moribundo enfrentarse con la agonía de la muerte. La enorme botella verde de oxigeno junto a la cama inició un extraño movimiento. Parecía que un ser invisible la movía; la cogió con ambas manos para evitar se desplome, mientras las lunas empezaron a temblar descontroladamente y pedazos de yeso se desprendían del techo. ¡Temblor!, se dijo, ya pasará. Pero no, éste se hizo más intenso. No hubo tiempo para nada, ni siquiera para el enfermo que permanecía en estado agónico.

El movimiento abrupto, descontrolado, incesante de la tierra, no dio tregua ni concesión alguna. Con la agilidad que otorgaban sus veintiocho años, Alejandro saltó por la ventana hacia el jardín. Allí intentó incorporarse, sin lograrlo. A gatas recorrió el jardín, un conocido le pidió ayuda pero lo ignoró y corrió entre el bamboleo infernal de la tierra. A duras penas logró dar unos cuantos pasos. La alta pared que rodeaba al recinto había caído y el polvo dominaba el escenario. Gritos desesperados, vidrios que estallaban y el ruido silencioso del movimiento: Bruuumm, brummm. La gente en el suelo luchando por incorporarse. Buscó una salida y la encontró por la pared venida abajo. En la calle las pistas se habían abierto, las veredas parecían retorcidas por una fuerza descomunal.

Enfiló a la carrera hacia el barrio del 21 de Abril: la familia. Pensó lo peor. En el camino, la gente salía de entre los escombros, las precarias viviendas de adobe no soportaron el movimiento. Había muertos tirados en las calles, heridos pidiendo ayuda. El panorama era desolador y macabro: cuerpos abandonados, desmembrados, yacían en el suelo. Una mujer salió abruptamente de la nada y lo cogió del brazo; mi hija, dijo, señalando el interior de la desplomada vivienda. Su rostro reflejaba desesperación. Logró zafarse de la mujer y continuó corriendo. Mi familia, la vieja, mis hijos, se habrá caído todo, tengo que llegar. Desde lo alto del barrio El Progreso, el 21 de Abril había desaparecido tras una nube inmensa de polvo. Las piernas le temblaban y se sintió desfallecer. La garganta que se le hizo un nudo, tenía la boca llena de polvo y escupió una espesa saliva terrosa.

“Sentí que todo se acababa, que era el fin. Cuando bajaba por el Progreso y miré hacia el frente, no se veía nada. Todo era polvo. Pensé que todos ustedes se habían muerto”, dice Alejandro, mientras baja la mirada como intentando recordar más detalles. Entonces, la vieja toma la posta del relato. “Yo me acuerdo…”

Abajo, en el 21 de Abril, la esposa de Alejandro -María Apaza- y sus cuatro hijos estaban en la casa. El pollito que trajera la abuela el día anterior era motivo de atención por parte de los niños. El ave escapó de la casa por una pequeña rendija en la pared y eso hizo que los niños vayan tras el animal. María abrió la puerta de la sala -generalmente asegurada- y todos salieron a la calle en busca del obsequio de la abuela. El temblor los cogió allí. Mucha gente, al igual que ellos, también hizo lo mismo. Algunas señoras se arrodillaron sobre el suelo, elevando plegarias que se confundieron con el llanto. Angustiada, María preguntó dónde había sido el temblor; un vecino respondió: creo que ha sido aquí en Chimbote, manifestó, señalando hacia el frente: El Progreso está envuelto en una polvareda, las casas caen a lo lejos. Ella quiso ir hacia el descampado con sus hijos, pero cuando se dispuso a cerrar la puerta, notó que en el fondo de la casa el agua brotaba del suelo a borbotones. El caño se habrá quedado abierto, pensó. Cuando se disponía a ingresar, llegó Alejandro y la detuvo. Esa agua es de la tierra, le recriminó. Algunos segundos después se oyó el ruido de una pared que acaba de caer en el interior.

Semanas más tarde se enterarían por la radio de las consecuencias del movimiento telúrico: cien mil muertos. ¿Y la abuela, dónde estaba?, pregunto. Ella tuvo un accidente, arriba en San Pedro. Se rompió una pierna. Tuvo suerte porque la viga que le cayó era como para matarla. Así fue, hijo, concluye el viejo. Ahora anda, ponte otro disco.

El 31 de mayo de 1970 la tierra tembló hasta el infinito con una fuerza tan desmesurada que causó el desprendimiento de un enorme bloque de hielo del nevado Huascarán, originando el alud que arrasó con algunos pueblos de la sierra ancashina, entre ellos Yungay, que acabó sepultado bajo una enorme masa de lodo y piedras. En pocos días se cumplirán 39 años de la desgracia. Es bueno recordarlo.

miércoles, 29 de abril de 2009

Sin remordimiento

Manuel Sarango

Todo está bien hasta que empieza a salir lentamente de aquella funesta fosa ese cajón blanco que desgraciadamente me es familiar. Es el cuerpo de Tamarita. Cómo estará a cincuenta días de haber sido salvajemente asesinada por esos desquiciados adolescentes que sólo querían dinero. Qué mierda está pasando con el mundo, me pregunto, mientras miro cómo los presentes se tapan las narices con lo que pueden, escupen en el pasto verde del camposanto como señal de pestilencia y hacen muecas de asco. Para qué chucha vinieron si van a poner esas caras, las que contrastan con el inconsolable llanto de la madre que está sentada sobre la tumba de otro finadito, y mira a su alrededor como buscando consuelo en esa mancha de carroñeros que se jactan de ser periodistas.

Te pasas de pendejo, Manuel; cómo es posible que presencies tanto dolor y te empeñes en seguir buscando sin remordimiento alguno la mejor ubicación para satisfacer tu sed, la curiosidad de ver qué encontrarán los médicos forenses cuando destapen el cajón. Y encima criticas a tus coleguitas; no me jodas, pues, Manuel. De repente suena mi celular con ese timbre reggaetonero y chuchumeco, miro nervioso a mis costados y me alejo cojeando. Es hora de mandar la información...

jueves, 23 de abril de 2009

Adiós al kinder

Roberto Angulo

Tenía 5 años, qué rabia me da recordarlo; estaba tranquilo, hasta que me vinieron los retorcijones. Pienso que le tenía temor a la profesora; no tenía amigos, y las tripas reclamaban; algo me habría caído mal en el desayuno. Temblor, dolor,sudor, y el colegio al que iba: Santo Tomás (aunque prefiero olvidarlo). Pero sí, me hice el dos, me cagué, lloré como un niño desolado (eso es lo que era). Trauma tal vez, y en el baño del colegio, desnudo ante la mirada atónita de los muchachos que entraban y me veían, llorando de amargura; todo está en mi mente mientras observo a mi mamá cocinar.

Este eras tú Roberto a los cinco años: un pequeño tímido y entristecido. Es cierto, sólo querías algo de libertad, abrir las alas, y te tocaba vivir esta verguenza. Por qué a mí -me decía-, una humillación a mí, muchachito de mierda que iba a un colegio del que tengo un triste recuerdo...

Sentado en una banca en medio del patio, el recreo: los muchachos revoloteando como aves, yo con una toalla desnudo, rabia; ni le habían pasado la voz a mamá. Nunca más, nunca más, con esas tipas que se hacían llamar profesoras. Sólo me pusieron en el patio del colegio, que humillación, cinco años, un niño balbuceaba.

Yo era aquel niño y sé que desde ese momento le agarré fastidio al colegio, a la autoridad, y me autoflagelé. Cuando crecí me marginé, el colegio me jodió, sí,ahora que pienso crecí con ese estigma.

Roberto, eras un muchacho con miedos y una rabia furibunda. Jamás volviste a ser el mismo. Nunca más. ¿No Roberto?...

Mis amigos

Tatiana Morales

Mis amigos eran mayores que yo, hacían cosas de grandes, en ocasiones peleaban entre ellos por bobadas y noviazgos; algunas veces mi amigo Luis traía un par de cigarrillos de la tienda de la esquina, cosa que Melissa y yo rechazábamos.

Todavía le tenían miedo a sus padres, por eso nunca llegamos a encender ningún cigarro, porque sabíamos que estábamos chicos para malograrnos los pulmones. Estudiaban en un colegio cerca, en el mismo barrio y mientras se reunían todos los días para charlar sobre cosas “importantes”, observábamos desde nuestras ventanas, realizando las tareas del día siguiente.

Quería mucho a mis amigos pero de un tiempo acá habían cambiado terriblemente, no eran mas mis compañeros de siempre con los que jugaba a las escondidas y esos juegos de niños; mi madre decía muy a menudo que esos chicos ya estaban perdidos, sobre todo Luis que iba de fiesta en fiesta, cosa que mi padre corroboraba y Melissa -mi fiel amiga- ponía en tela de juicio.

Cuando nos reuníamos, hablaban siempre de novias (os), moda, cine, cigarrillos, y bebían mientras comentábamos los libros que habíamos leído y las actividades del colegio; siempre andaban buscando alguna fiesta donde asistir y a veces no las encontraban. Estábamos empezando a jugar básquetbol todas las noches, Melissa y yo tratábamos de realizarlo más frecuentemente…

miércoles, 15 de abril de 2009

El famoso Gitano

Sixtilo Rojas

El personaje que entrevistamos el pasado martes 31 de marzo es vendedor de libros y lo apodan “El Gitano”. Durante el desarrollo de la entrevista le pregunté: ¿Durante la vida de su negocio, no ha tenido ningún incendio? No, respondió y me quedó mirando sorprendido. Me vino a la mente la pregunta, porque me llamó la atención la gran cantidad de libros que tenía en un ambiente de aproximadamente diez metros por setenta de fondo. Si bien es cierto los libros estaban ordenados, se notaban rumas sobre rumas, cubriendo todo el espacio. “Ni Dios lo quiera”, me dijo el Gitano. En ese momento imaginé lo apetitoso que serían para las llamas esos libros de hojas sueltas y secas, que de por sí ya arden con este sofocante calor.

¿Qué pasaría si se incendiaria el almacén del Gitano? Llorarían junto a él cientos de escolares, quienes vienen por sus obras literarias. Las señoras que vienen a canjear sus revistas Vanidades, Buen Hogar y otras, se perderían las recetas, los consejos, los chismes de la farándula y los secretos de belleza que después de las telenovelas son su entretenimiento favorito, pero que al menos siguen manteniendo el hábito de la lectura.

“Aquí tengo libros para todos los niveles: de cultura y entretenimiento, todas las especialidades, así como también revistas de todo tipo. Cogiendo uno de los volúmenes, el Gitano nos sorprende: “Este es de 1937”. Luego nos invita a mirar los libros más antiguos, como la colección “La historia marítima”, entre otras. De cuando en cuando me llegan joyas, agrega. “Hay gente a la que le gusta coleccionar libros antiguos; a veces solicitan por internet libros antiguos, pagan buen precio…”

¿Sería terrible el incendio? Ya me imagino al mismo gitano queriendo salvar de las llamas sus mejores libros, los que siempre recomienda a los visitantes. ¿Qué pasaría si se incendiaria? Sería una desgracia fatal. Sus 61 años quedarían paralizados y tal vez ya no tendría la misma suerte que tuvo cuando empezó con el negocio a la edad de nueve años en su tierra natal: Santa Rosa, Ecuador. Allí se encontró un billete de 100 sucres. “Fue una bendición”, nos comenta. “Con este capital empecé. Yo era pobre, muy pobre, andaba con los pantalones parchados...”, nos señala con su mano, como si aún visualizara los remiendos en su percudido pantalón.

Que pasaría si se incendiara. Ya me imagino los comentarios y el sentimiento de muchos chimbotanos que lo conocimos -desde 1960- vendiendo revistas en su triciclo o simplemente en las veredas de las principales calles de la ciudad. Otros lo recordarán vendiendo en su espacio bien ganado por la fuerza de la costumbre: la puerta del Cine Olaya…

Es cierto que el incendio no espera, pero si la noticia llegaría a tiempo. Estoy seguro que las autoridades, los jueces, los periodistas, los mismos bomberos, y todas las organizaciones lo apoyarían, porque no hay una sola persona, ni una sola que no haya pasado por el Gitano a buscar sus libros preferidos.

“Tuve épocas de apogeo. No les miento que alcancé a reunir hasta 3 kilos de oro en joyas. Antes me ponía collares, pulseras, relojes y anillos, todo de oro. Antes era todo sanazo, nadie nos robaba... También tuve mi época de quiebra, allá por 1986. Me dediqué temporalmente a comercializar productos de la frontera, luego reinicié la misma actividad que sabía hacer: la venta de libros y revistas”.

¿En la época de bonanza, los pescadores leían? “Por supuesto, eran ellos los que más revistas me compraban. Se llevaban de cinco en cinco, hasta diez revistas cada uno para entretenerse leyendo en la lancha. ¿Con el internet, cree que ha disminuido la lectura? No, el movimiento sigue igual; al contrario estos últimos años a aumentado. Por los años 80 vino el fenómeno de las enciclopedias, pero la gente finalmente prefiere el libro suelto, la revista que esté al alcance de su bolsillo”.

¿Ud. trabaja con los colegios? “No, eso está monopolizado por las editoriales. Cada uno en su línea; yo traigo libros y revistas de Lima, me dedico a la compra y venta y tengo mi propia clientela. Y mis estrategias son diferentes…”, nos responde con la confianza y experiencia de librero de toda su vida.

Intento preguntarle si ha estudiado y trata de evadirnos la pregunta. Luego responde: “Cuando uno empieza a ganar plata es difícil seguir estudiando. A pesar que a los 15 años me empleé en la casa de un catedrático que me dijo: tienes que estudiar y vas a ser igual que yo, a mí me gusto siempre viajar y por eso me apodan el Gitano. He viajado a Colombia, a Venezuela, nuestro país lo conozco de canto a canto. Muchas veces vendía revistas en los carros...”

Bueno, don Juan. Eso del incendio fue una suposición pero de todas maneras tenga cuidado, tome sus precauciones… Observo la cuchilla eléctrica al costado de la puerta, algunos cables sueltos colgados de un techo con material inflamable y sostenido por cañas de bambú y otras maderas que en caso de un corto circuito de verdad, causaría un incendio. “Tengo cuidado…”. Nos despedimos sonriendo. Don Juan Tapia, el famoso Gitano...

Habla, Gitano

Roberto Carranza

Un pasillo cortavenas suena fuerte en una vieja rockola. El humilde muchacho con la ropa remendada hasta el último espacio ingresa al restaurante en busca de algo que llevarse a la boca. La música se confunde con las voces de los comensales. Unos cuantos pasos y sus ojos se dirigen hacia el piso, atraídos por el color mágico de un billete que parece irradiar una luz divina. Los pequeños ojos se abren hasta alcanzar su máxima capacidad. Un billete, se dice, angustiosamente. El estómago suena más que nunca. El corazón late incesante, la angustia de recoger el billete. El diario que trae entre las manos sirve para ocultarlo de la vista de algún parroquiano. Lo recoge torpemente y camina apresurado hacia la salida. Una vez en la calle, emprende la carrera desesperada hacia algún lugar solitario. Abre el periódico y allí está la figura de algún mártir ecuatoriano que no alcanza a reconocer. ¡Cien, cien, se repite para sí mismo, cien sucres! Soy millonario, piensa. Los años en la calle, la vida dura sin el calor de un hogar sin madre ni padre, lo han vuelto un hombre duro, de temple, a los doce años de edad…

La historia de mi vida se inició allí con ese billete, dice el Gitano, moviendo los brazos, rehuyendo la mirada. Aunque la expresión de su rostro es tranquila, relajada -de quien ha cumplido el objetivo-, no puedo evitar pensar que Juan Tapia, “el Gitano”, es un mafioso encubierto, uno que quiere pasar piola. La vestimenta oscura y tres huellas profundas en el rostro, así me lo sugieren. El arma debe estar camuflada en algún lado, pienso. Pero este ecuatoriano de corta estatura que permanece sentado sobre una silla forrada de azul, está lejos de aquella absurda idea. Su oficio real es el de matar, sí, pero del aburrimiento y de ignorancia, a los que habitamos esta ciudad acusada de salvaje y poco culta. Él es vendedor de libros o un librero popular, como quieran llamarlo.

El lugar que cobija al Gitano y a sus miles de libros está ubicado frente al otrora famoso Cine Olaya, en la séptima cuadra del jirón del mismo nombre. Al costado: un bar; más allá: un taller de mecánica, algunas tiendas de alimento para animales. La gente que transita a esa hora lo hace en forma apresurada sin reparar en el aposento. El Gitano al parecer prefiere el anonimato, pues ningún anuncio se observa en la fachada del local. Una mujer sentada junto a la puerta nos mira de reojo mientras conversa discretamente con un muchacho. Un televisor encendido muestra unas bailarinas moviéndose al compás de un ritmo contagiante. El gitano está casi parapetado tras una ruma de libros.

Mi mirada hurga entre los estantes y los libros colocados sobre viejas maderas que -a modo de mesas- dan descanso a los cientos de libros y revistas de historietas. El piso está teñido de un ocre rojo; algunas rajaduras se prolongan hacia el fondo, donde también se acumulan más libros. En el momento del encuentro, el Gitano ha estado tomando café en una taza de metal; una bolsa con cinco o seis panes redondos y planos reposan sobre la mesa. El último pedazo de pan se queda entre sus dedos. Sixtilio explica el motivo de nuestra presencia allí y todos nos disponemos a tomar nuestros lapiceros y hojas de apunte. Escribimos sin prisa. A pesar de los fluorescentes en el techo el lugar es casi oscuro. Es como entrar a otro mundo, a otra dimensión.
Mientras mis compañeros interrogan al Gitano, hojeo revistas antiguas que me transportan a otro tiempo, a mi niñez. “El Santo”, aquel otrora luchador algo subido de peso y enmascarado que a punta de golpes buscaba la justicia. Plum, pop, pum, zuas, así eran los golpes del luchador. El Santo contra la momia azteca, el Santo contra Blue Demond, etcétera. Las revistas de amor para adolescentes enamorados: “Susy”, las que leían mis hermanas, las que presuroso iba al puesto del mercado a comprar y –claro- también leía a escondidas. Las historias del oeste, las de mi viejo que reposaban sobre su velador. Siempre busqué las figuritas, pero nada. Una hojeada y las dejaba. Cientos de historietas están ahora frente a mí, las leería todas de un tirón, pienso.

Vuelvo al gitano mientras uno de mis compañeros lo interroga tímidamente sobre sus preferencias políticas. La pregunta está demás, me digo, mientras veo a Fujimori y a su hija sonreír desde un afiche pegado en una de las paredes del local. La entrevista va llegando a su fin, ya es hora de empezar el retorno. La historia de este hombre, fácilmente podría estar allí, entre las miles de páginas que posee, reflexiono, mientras caminamos por la avenida José Gálvez en medio de bocinazos de combis y ticos.

viernes, 3 de abril de 2009

El legado de Moncada

Matías Izaguirre

No hay nada más impactante que una fotografía expresando la realidad de un momento especifico, de un acontecimiento o la imagen de un hombre importante cuya personalidad se ha enraizado en la sociedad. Tal es el caso de Ciriaco, el “Loco Moncada”, quien vivió en Chimbote durante los años de la plenitud de la pesca y el acero; su imagen se encuentra ahora como parte de una galería fotográfica en el auditorio del Centro Cultural Centenario de nuestra ciudad.

A fin de recordar algunas cosas sobre Moncada, conversé anteayer con Julio, conocido mío desde hace varios años, y quien también conoció al personaje.

“El Loco Moncada tiene una presencia singular en el conjunto fotográfico del auditorio”, empezó diciendo. “Tiene luz propia. Es el personaje más importante, mucho más que el empresario Luis Banchero y el futbolista Manuel “Chino” Rivera… Moncada surge con su filosofía, con su forma peculiar de ver los asuntos del desarrollo en la sociedad, la dependencia económica y política del país del sistema económico internacional que lleva inevitablemente a un trato injusto al pueblo, y sobre todo la actitud de las autoridades frente a los problemas sociales. Moncada fue un visionario, un predicador de justicia social”, explica Julio.

¡Ahí esta la singularidad del “Loco”!, subrayé. Yo tuve la oportunidad de verlo parodiar como “borracho” -botella en mano- a los pescadores, y a los siderúrgicos también. Se ponía dos cachos en la cabeza diciéndoles que no debían de llevar esa forma de vida porque tiempos críticos se aproximaban…

Ja, ja, ja, ja, reía sarcástico. ¡Qué rica es mi cervecita! ¡Qué bonito es el amor! Imbéciles, después van a llorar, presagiaba. También parodiaba a los ricos, fingiendo dormir en una hamaca que colgaba de dos postes en una esquina de la calle. ¡Qué rico es dormir mientras mi cholos trabajan!, decía.

Así era el “Loco”. Ahora que ya no está en este mundo tenemos su fotografía frente a dos grandes de América Latina: Víctor Jara y Atahualpa Yupanqui. Ellos con sus creaciones poéticas, y nuestro “Loco Moncada” con su oratoria, con la filosofía popular que debemos asimilar en toda su magnitud quienes tuvimos la suerte de escucharlo, concluí.

¡Ese es su mejor legado para los chimbotanos!, añadió Julio, finalmente.

Ya eran las seis y treinta de la tarde y nos despedimos. Julio se dirigió a la biblioteca y yo salí del Centro Cultural. Mientras caminaba volví a escuchar en mi mente el silbido y la risa burlesca que siempre tuvo Moncada como preámbulo de sus discursos...

jueves, 2 de abril de 2009

Chimbote en blanco y negro

Roberto Carranza


Pablo Ruiz es un chimbotano de aproximadamente veinte años, cuya vida transcurre entre las clases de la universidad, los amigos y alguna que otra fiesta. Hoy, de pie junto un grupo de amigos, observa las viejas fotografías del puerto en el auditorio del Centro Cultural Centenario. Se siente extraño y hasta un poco incómodo, pues ellas (las fotos) no le dicen, ni le provocan absolutamente nada. Son treinta y seis, se dice para sí mismo. Al principio las recorre sin prestarles mucha atención; se siente un tanto desanimado por su desconocimiento sobre aquellos personajes y sucesos retratados.

Las fotografías en blanco y negro que contrastan con el color crema de las paredes, exhiben rótulos con letras negras indicando el tema y el año en que fueron captadas. Personajes célebres, anónimos bañistas en la famosa baldosa, mujeres del ande contemplando el mar, un incendio, antiguas construcciones que hoy ya no están, algunas calles, pescadores con el patrón San Pedro, etcétera. Las fotografías, que recorren un espacio de cincuenta años aproximadamente, parecen querer tender un puente entre el Chimbote de ayer y las generaciones de hoy.

Pablo las contempla ahora minuciosamente buscando algún detalle que no encontró en la primera impresión. De repente su atención se dirige hacia foto en especial, ubicada en el extremo izquierdo de la pared. Da unos pasos hacia ella. El aire que ingresa por las ventanas mece las cortinas y a la vez disipa -por breves momentos- el sopor del ambiente. La imagen muestra a dos hombres que luchan denodadamente contra la voracidad del fuego durante un incendio, tratando de rescatar algunas pertenencias. La foto es impactante; Pablo la contempla y lee: Incendio del barrio El Acero, 1957.

Probablemente él no lo sepa, pero este hecho aparentemente lejano a su realidad, tenga estrecha relación con su vida y con la de todos aquellos que en ese momento ocupamos la sala.

Esa “barriada”, status impuesto para destacar su marginalidad, se convirtió en el primer espacio ganado por los llegados desde los más remotos lugares del Perú. El Acero fue la primera ilusión de vivienda y también la primera pérdida de lo escasamente conseguido. Sin embargo, fue este hecho en especial el que dio inicio a la expansión de Chimbote y destacó su condición de ciudad de migrantes.

El incendio se inició aproximadamente a las dos de la tarde. La mayoría de hombres y mujeres estaban en las fábricas y los muchachos en el colegio. Sólo algunos desesperados lucharon por arrancar alguna cosa al gigante de llamas y humo. Las esteras ardían sin control, el viento sopló con fuerza haciendo que la voracidad del fuego creciera más. Fue imposible arrancarle algo. Rateros. El caos. Todo se perdió en un abrir y cerrar de ojos. La desgracia se tornó luego en alegría y esperanza: cientos de damnificados iniciaron el camino hacia los terrenos del “aeropuerto” de Chimbote: así nació el barrio del 21 de Abril, el futuro barrio de Pablo.

Transcurrida toda su vida en este populoso espacio urbano, quizás en alguna ocasión Pablo escuchó a su padre referirse al incendio sin prestarle demasiada atención. Hoy está aquí contemplando a aquellos dos hombres enfrentándose al fuego. Así como a él, tal vez a muchos de nosotros nos suceda lo mismo. Quizá necesitemos acudir a ver estas fotografías, conocer la historia de esta tierra y volver la mirada a este Chimbote, que es una mezcla, casi una fotografía del Perú. El mismo José María Arguedas escribió una novela tratando de entender la complejidad de situaciones que se experimentaron en esos años de masiva migración. Al final el escritor de “Todas las sangres” se murió sin lograrlo.

A pesar que los años han pasado, la ciudad continúa en su laberinto, tratando de echar raíces, difícil camino para un pueblo que nació de la incertidumbre y del caos. ¿No es así, Pablo?

Remembranzas de un viejo pescador


Matías Izaguirre
“Mira flaco, hablar de Chimbote es volver a descubrirlo. Ya ha entrado a la mayoría de edad. Es una ciudad moderna, con problemas mucho más grandes que cuando era solo puerto pesquero, o -remontándonos más aun- cuando era una pequeña caleta de pescadores que de seguro tenía un mejor ambiente, donde todo era muy saludable, seguro…”, empezó diciéndome Juan, un viejo amigo que de joven fue pescador, cuando le pedí su opinión sobre la actual situación de Chimbote.

Caminamos alrededor del Mercado Modelo, por la sétima cuadra de Leoncio Prado. Eran las once de la mañana del pasado viernes. Los rayos del sol eran fuertes y todos los negocios estaban abiertos. Se escuchaba la música de las tiendas de artefactos para el hogar y los altoparlantes de las tiendas de ropa y de venta de cidís. Era un ruido estridente; con los motores de los vehículos surgía un torbellino que nos golpeaba el tímpano constantemente, obligándonos a hablar en voz alta para poder escucharnos.

Es la contaminación acústica que se da sin ningún control todos los días, pensé.

¿Ves?, prosiguió Juan, antes no se escuchaba todo este ruido, los negocios eran más pequeños y no tenían que anunciar sus productos de esa manera. Había más tranquilidad. Cuando llegué de Ascope, en 1962, fui a vivir a Miramar con uno de mis tíos. Por ahí te conocí, cuando eras chibolito, ¿te acuerdas?...

¡Claro!, confirmé yo. Una vez nos fuimos a pescar en una chalana por el 27 de Octubre. Pescamos bastante sardina. La trajimos a vender al Modelo pero nadie nos compró. Dejamos el balay lleno en el basural de la esquina de Ruiz y Espinar...

Ja, ja, ja, movió afirmativamente la cabeza. Ahora el centro ha crecido, es moderno. Sus calles cuentan con luminarias por las noches y tiene una Plaza Mayor pavimentada. La que conocimos era de tierra polvorienta, igual que todas las calles.

Sí. Vamos allá al frente, prosiguió, dirigiendo la mirada hacia el mar.

¿Ves como está? Ya no están los muelles donde antes pescábamos a cordel. La ramada donde descargaban los botes de pescado para el mercado, la hermosa playa donde todo el mundo se bañaba en sus aguas cristalinas… ¡Hoy todo es una mierda! Desde que rellenaron el Cerro Colorado -frente al hospital- para hacer el muelle de Siderperú, el agua ya no olea como antes, todo se ha enlagunado para acá, trayendo la suciedad del desagüe de la ciudad. Antes las olas corrían hacia la bocana, por ahí salían hacia afuera, la playa era limpiecita…

¿Y las pesqueras?, traté de sacarle la lengua.

Las pesqueras nos daban chamba a todos, pero el humo de sus chimeneas ha ensuciado el aire. Hay muchos enfermos de los bronquios, de asma y de alergias. Un día fui a visitar a unos compadres que viven en la Florida y los encontré llorando a causa del humo. Tenían los ojos rojos. Una nietecita que vive con ellos tosía a cada rato. El médico les ha dicho que tiene alergia, la cosa se ha puesto fea.

Cuando se instalaron las fábricas se vivía una época de desarrollo económico, traté de anotar… Sí pues, había trabajo; ¿pero quienes ganaron más? ¡Los que invierten!... Para la población (los pesqueros) no dejaron nada, tampoco compensación por el perjuicio que causaron al medio ambiente. Así me explica mi hijo que estudia para ingeniero civil, señala Juan, convencido. Las autoridades nunca han hecho nada para evitar que esto ocurra; al contrario, lo han entregado todo fácil a los dueños de las fábricas. Fíjate que hasta sacaron del cargo a un alcalde que se opuso a que una empresa japonesa instalara su fábrica en Miramar. Los dueños de la empresa se fueron a Lima, se quejaron ante el gobierno y éste destituyó al alcalde. Desde ahí se fregó todo. Chimbote creció, se formaron nuevos barrios donde todavía estamos respirando tierra porque las calles aún no están pavimentadas. El polvo también nos afecta, nos hace estornudar mucho…

Ya eran las dos de la tarde y nos encontrábamos en El Progreso, en el Puente Gálvez. Percibíamos el olor de los desperdicios putrefactos, provenientes de los comerciantes.

Y ahora esto, dijo frunciendo la nariz, toda esta pestilencia es el resultado del crecimiento de la ciudad. Han pasado tantos años y tantos alcaldes. Ninguno se preocupó de crear un sistema de procesamiento de la basura. Aquí hay plata. La basura se puede convertir en abono para la agricultura. Los políticos nunca tienen mejor visión que la de llenarse los bolsillos coimeando, mientras toda la población sufre las consecuencias, concluyó Juan, dejando notar en su rostro cierta tristeza.

Nos despedimos con un fuerte abrazo. Abordó una combi rumbo a La Unión, donde vive con su familia. Me quedé pensativo ante tan claras convicciones de Juan, mi viejo amigo pescador. Es un hombre, franco y sincero, me dije a mí mismo. Dirigí la vista hacia el Cerro de la Paz y noté que la chimenea de Siderperú ya no humeaba. Será seguramente porque no hay producción de fierro, pensé, mientras me dirigía a mi casa…