Roberto Carranza
Yo gocé, hermano, de estas playas. Aquí en el verano veníamos con la muchachada del barrio. No habían esas piedras, ni ratas, nada, amigo. La arena era dorada, el agua azulita, era como una piscina y con hartos peces. Uno se metía con su red y al toque agarraba pescado: su cojinova, corvina, ¿el mono? Oye, eso lo llevaba para mi perro. Esto era el paraíso. A mis nietos les cuento que las gringas que se quedaban en el Hotel Chimú, calatas salían a bañarse o se tiraban en la arena para broncearse. Nosotros de lejos nomás podíamos mirar, es que esa parte estaba cerrada. Pero todo se fue a la mierda, hermano. Todo se jodió cuando vino más gente y Chimbote creció por todos lados. Aparecieron fábricas como cancha… ¡Ah! También Siderperú. Construyeron el muelle y toda el agua se vino para acá. Todos causita, la jodieron. Todo aquí parece bonito porque lo han arreglado bien bacán, pero espérate un tiempito y verás. Todo esto se lo va a comer el agua, hermano. El anciano se aleja del malecón con un andar pausado, lo observo cruzar la plaza Grau y luego perderse entre un grupo de huelguistas que a esa hora se dirigen hacia el centro de la ciudad.
El “boom pesquero” no trajo progreso para este puerto; por el contrario, nos dejó una gran contaminación que al cabo de muchos años ninguna autoridad quiso ni quiere enfrentar. Hoy Chimbote es una de las ciudades más contaminadas del país y nadie parece tomar en cuenta ese dato.
La contaminación la podemos ver sin ir tan lejos: el Malecón Grau. Ubicado a espaldas de la avenida Bolognesi, es un lugar obligado para turistas, enamorados, curiosos y parroquianos que -ante una urgencia de la vejiga o del estómago- acuden prestos al lugar. A lo lejos la vista es hermosa, la isla blanca destaca por sobre todo. Las lanchas, los botes, se mecen sobre el vaivén de las olas. Pero al acercarse más, el olor es pestilente, aunque se disimula con la brisa marina. Abajo, sobre las rocas enmohecidas, es fácil distinguir a sus huéspedes de largos rabos y siluetas regordetes. Sí, son ratas que -sin saco y corbata- gozan allí de una vida privilegiada con los desperdicios que se arrojan y también de lo que el colector provee.
Algunos estudiosos del tema han destacado la necesidad de descontaminar la bahía. Metros más abajo de la superficie marina, se esconde un gran basural y una fuente de contaminación que si no se combate oportunamente, significaría la propagación de enfermedades y la causa de miles de muertes. ¿Una exageración? No. Más allá, donde se ubica el colector, pescadores informales “hacen su agosto” capturando algunas especies que van desde la lorna hasta el pejerrey, entre las más conocidas. Especies que luego ofertarán en algún mercado de la ciudad, donde uno de nosotros lo comprará para el cebichito o tiradito del domingo o de cualquier otro día. Estamos hablando de algunos pescadores informales; imagínese, amigo lector, si algún día algún pescador de mala faena, decide tirar la red en esta zona.
Pero la contaminación en Chimbote no sólo está en el malecón. Me desplazo hacia la zona de Miramar y puedo constatar que allí también está presente. Algunas fábricas queman el pescado despidiendo por sus chimeneas humo blanco y negro. Alrededor del barrio se ubican muchos colegios, los estudiantes son los más afectados con esta situación. Metros más allá, un grupo de madres espera en la puerta del Colegio San Pedro. Les hago la consulta sobre las fábricas y me responden casi al unísono: “Deben llevarse, señor, esas fábricas a otro lado. Este humo oscuro afecta a nuestros hijos. Usted viera cuando hay pescado. No se puede respirar…”. Una mujer gorda me enrostra que por qué nosotros (los cronistas) no hacemos alguna campaña; le digo que de eso se trata esta crónica que planeo escribir, que tiene como meta difundir estos temas. La mujer parece más calmada. Me alejo de allí agradeciéndole, las mujeres me miran indiferentes.
Mientras voy camino a casa -en el colectivo- no puedo evitar sobrecogerme por el polvo que se levanta al paso de los vehículos a lo largo de la Avenida Industrial. Parece que un bombardeo hubiese ocurrido sólo unos minutos antes. El viento levanta una nube de polvo que golpea las fachadas de las casas ubicadas frente a Siderperú. En algunas esquinas de este barrio, mujeres ofertan el combinado o el cebiche con un trapo en la mano, pues sirve para espantar las moscas. Algunos hombres y mujeres comen despreocupados en medio del polvo. Alguna vez alguien dijo: “Chimbote es un gran pueblo joven”, creo que tenía razón.
El colectivo avanza hacia el seguro social, el muladar frente al hospital me indica que estoy cerca de mi casa. Yo jamás vendría a este hospital, pienso. Señor, bajo en la esquina, le digo al chofer. Una vez en la acera, observo el auto alejarse vomitando un humo negro y espeso...
Yo gocé, hermano, de estas playas. Aquí en el verano veníamos con la muchachada del barrio. No habían esas piedras, ni ratas, nada, amigo. La arena era dorada, el agua azulita, era como una piscina y con hartos peces. Uno se metía con su red y al toque agarraba pescado: su cojinova, corvina, ¿el mono? Oye, eso lo llevaba para mi perro. Esto era el paraíso. A mis nietos les cuento que las gringas que se quedaban en el Hotel Chimú, calatas salían a bañarse o se tiraban en la arena para broncearse. Nosotros de lejos nomás podíamos mirar, es que esa parte estaba cerrada. Pero todo se fue a la mierda, hermano. Todo se jodió cuando vino más gente y Chimbote creció por todos lados. Aparecieron fábricas como cancha… ¡Ah! También Siderperú. Construyeron el muelle y toda el agua se vino para acá. Todos causita, la jodieron. Todo aquí parece bonito porque lo han arreglado bien bacán, pero espérate un tiempito y verás. Todo esto se lo va a comer el agua, hermano. El anciano se aleja del malecón con un andar pausado, lo observo cruzar la plaza Grau y luego perderse entre un grupo de huelguistas que a esa hora se dirigen hacia el centro de la ciudad.
El “boom pesquero” no trajo progreso para este puerto; por el contrario, nos dejó una gran contaminación que al cabo de muchos años ninguna autoridad quiso ni quiere enfrentar. Hoy Chimbote es una de las ciudades más contaminadas del país y nadie parece tomar en cuenta ese dato.
La contaminación la podemos ver sin ir tan lejos: el Malecón Grau. Ubicado a espaldas de la avenida Bolognesi, es un lugar obligado para turistas, enamorados, curiosos y parroquianos que -ante una urgencia de la vejiga o del estómago- acuden prestos al lugar. A lo lejos la vista es hermosa, la isla blanca destaca por sobre todo. Las lanchas, los botes, se mecen sobre el vaivén de las olas. Pero al acercarse más, el olor es pestilente, aunque se disimula con la brisa marina. Abajo, sobre las rocas enmohecidas, es fácil distinguir a sus huéspedes de largos rabos y siluetas regordetes. Sí, son ratas que -sin saco y corbata- gozan allí de una vida privilegiada con los desperdicios que se arrojan y también de lo que el colector provee.
Algunos estudiosos del tema han destacado la necesidad de descontaminar la bahía. Metros más abajo de la superficie marina, se esconde un gran basural y una fuente de contaminación que si no se combate oportunamente, significaría la propagación de enfermedades y la causa de miles de muertes. ¿Una exageración? No. Más allá, donde se ubica el colector, pescadores informales “hacen su agosto” capturando algunas especies que van desde la lorna hasta el pejerrey, entre las más conocidas. Especies que luego ofertarán en algún mercado de la ciudad, donde uno de nosotros lo comprará para el cebichito o tiradito del domingo o de cualquier otro día. Estamos hablando de algunos pescadores informales; imagínese, amigo lector, si algún día algún pescador de mala faena, decide tirar la red en esta zona.
Pero la contaminación en Chimbote no sólo está en el malecón. Me desplazo hacia la zona de Miramar y puedo constatar que allí también está presente. Algunas fábricas queman el pescado despidiendo por sus chimeneas humo blanco y negro. Alrededor del barrio se ubican muchos colegios, los estudiantes son los más afectados con esta situación. Metros más allá, un grupo de madres espera en la puerta del Colegio San Pedro. Les hago la consulta sobre las fábricas y me responden casi al unísono: “Deben llevarse, señor, esas fábricas a otro lado. Este humo oscuro afecta a nuestros hijos. Usted viera cuando hay pescado. No se puede respirar…”. Una mujer gorda me enrostra que por qué nosotros (los cronistas) no hacemos alguna campaña; le digo que de eso se trata esta crónica que planeo escribir, que tiene como meta difundir estos temas. La mujer parece más calmada. Me alejo de allí agradeciéndole, las mujeres me miran indiferentes.
Mientras voy camino a casa -en el colectivo- no puedo evitar sobrecogerme por el polvo que se levanta al paso de los vehículos a lo largo de la Avenida Industrial. Parece que un bombardeo hubiese ocurrido sólo unos minutos antes. El viento levanta una nube de polvo que golpea las fachadas de las casas ubicadas frente a Siderperú. En algunas esquinas de este barrio, mujeres ofertan el combinado o el cebiche con un trapo en la mano, pues sirve para espantar las moscas. Algunos hombres y mujeres comen despreocupados en medio del polvo. Alguna vez alguien dijo: “Chimbote es un gran pueblo joven”, creo que tenía razón.
El colectivo avanza hacia el seguro social, el muladar frente al hospital me indica que estoy cerca de mi casa. Yo jamás vendría a este hospital, pienso. Señor, bajo en la esquina, le digo al chofer. Una vez en la acera, observo el auto alejarse vomitando un humo negro y espeso...
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