miércoles, 15 de abril de 2009

Habla, Gitano

Roberto Carranza

Un pasillo cortavenas suena fuerte en una vieja rockola. El humilde muchacho con la ropa remendada hasta el último espacio ingresa al restaurante en busca de algo que llevarse a la boca. La música se confunde con las voces de los comensales. Unos cuantos pasos y sus ojos se dirigen hacia el piso, atraídos por el color mágico de un billete que parece irradiar una luz divina. Los pequeños ojos se abren hasta alcanzar su máxima capacidad. Un billete, se dice, angustiosamente. El estómago suena más que nunca. El corazón late incesante, la angustia de recoger el billete. El diario que trae entre las manos sirve para ocultarlo de la vista de algún parroquiano. Lo recoge torpemente y camina apresurado hacia la salida. Una vez en la calle, emprende la carrera desesperada hacia algún lugar solitario. Abre el periódico y allí está la figura de algún mártir ecuatoriano que no alcanza a reconocer. ¡Cien, cien, se repite para sí mismo, cien sucres! Soy millonario, piensa. Los años en la calle, la vida dura sin el calor de un hogar sin madre ni padre, lo han vuelto un hombre duro, de temple, a los doce años de edad…

La historia de mi vida se inició allí con ese billete, dice el Gitano, moviendo los brazos, rehuyendo la mirada. Aunque la expresión de su rostro es tranquila, relajada -de quien ha cumplido el objetivo-, no puedo evitar pensar que Juan Tapia, “el Gitano”, es un mafioso encubierto, uno que quiere pasar piola. La vestimenta oscura y tres huellas profundas en el rostro, así me lo sugieren. El arma debe estar camuflada en algún lado, pienso. Pero este ecuatoriano de corta estatura que permanece sentado sobre una silla forrada de azul, está lejos de aquella absurda idea. Su oficio real es el de matar, sí, pero del aburrimiento y de ignorancia, a los que habitamos esta ciudad acusada de salvaje y poco culta. Él es vendedor de libros o un librero popular, como quieran llamarlo.

El lugar que cobija al Gitano y a sus miles de libros está ubicado frente al otrora famoso Cine Olaya, en la séptima cuadra del jirón del mismo nombre. Al costado: un bar; más allá: un taller de mecánica, algunas tiendas de alimento para animales. La gente que transita a esa hora lo hace en forma apresurada sin reparar en el aposento. El Gitano al parecer prefiere el anonimato, pues ningún anuncio se observa en la fachada del local. Una mujer sentada junto a la puerta nos mira de reojo mientras conversa discretamente con un muchacho. Un televisor encendido muestra unas bailarinas moviéndose al compás de un ritmo contagiante. El gitano está casi parapetado tras una ruma de libros.

Mi mirada hurga entre los estantes y los libros colocados sobre viejas maderas que -a modo de mesas- dan descanso a los cientos de libros y revistas de historietas. El piso está teñido de un ocre rojo; algunas rajaduras se prolongan hacia el fondo, donde también se acumulan más libros. En el momento del encuentro, el Gitano ha estado tomando café en una taza de metal; una bolsa con cinco o seis panes redondos y planos reposan sobre la mesa. El último pedazo de pan se queda entre sus dedos. Sixtilio explica el motivo de nuestra presencia allí y todos nos disponemos a tomar nuestros lapiceros y hojas de apunte. Escribimos sin prisa. A pesar de los fluorescentes en el techo el lugar es casi oscuro. Es como entrar a otro mundo, a otra dimensión.
Mientras mis compañeros interrogan al Gitano, hojeo revistas antiguas que me transportan a otro tiempo, a mi niñez. “El Santo”, aquel otrora luchador algo subido de peso y enmascarado que a punta de golpes buscaba la justicia. Plum, pop, pum, zuas, así eran los golpes del luchador. El Santo contra la momia azteca, el Santo contra Blue Demond, etcétera. Las revistas de amor para adolescentes enamorados: “Susy”, las que leían mis hermanas, las que presuroso iba al puesto del mercado a comprar y –claro- también leía a escondidas. Las historias del oeste, las de mi viejo que reposaban sobre su velador. Siempre busqué las figuritas, pero nada. Una hojeada y las dejaba. Cientos de historietas están ahora frente a mí, las leería todas de un tirón, pienso.

Vuelvo al gitano mientras uno de mis compañeros lo interroga tímidamente sobre sus preferencias políticas. La pregunta está demás, me digo, mientras veo a Fujimori y a su hija sonreír desde un afiche pegado en una de las paredes del local. La entrevista va llegando a su fin, ya es hora de empezar el retorno. La historia de este hombre, fácilmente podría estar allí, entre las miles de páginas que posee, reflexiono, mientras caminamos por la avenida José Gálvez en medio de bocinazos de combis y ticos.

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